Las personas trasplantadas somos parte de los grupos de riesgo debido a que tomamos medicamentos inmunosupresores para evitar el rechazo del órgano trasplantado, sin embargo NO HEMOS SIDO TOMADOS EN CUENTA como grupo de prioridad en la estrategia nacional de vacunación.Ciegamente se han enfocado en personas mayores de 50/60 años como único segmento poblacional de riesgo, dejando fuera a todas las personas que viven con enfermedades autoinmunes o inmunodeficiencias que no respetan sesgos de edad como lupus, esclerosis múltiple, cáncer o VIH/SIDA.
La pandemia y sus metáforas
martes, 8 de junio de 2021
¿Qué hubieran hecho ustedes?
miércoles, 3 de marzo de 2021
Epístola a los hombres
lunes, 21 de diciembre de 2020
Cuando Seas Grande
Va otra versión comentada de “Rómpanlo todo” que parte de verlo como el documental que sí es y la experiencia histórica que propone. Esto ante la oleada de reproches a omisiones y preferencias, que pareciera promueven una versión oficial completa y unificadora del rock latinoamericano. Sorprende la poca conciencia de cómo se cuenta la Historia (con mayúscula).
viernes, 18 de diciembre de 2020
La sana distancia esta Navidad
Nunca pensamos que duraría hasta ahora. El 2020 nos ha confrontado sobre nuestras prioridades, que mucho tienen que ver con las maneras de acatar las medidas para evitar contagiarse de COVID. Si bien el dilema constante del año fue reunirse o no con la familia, las celebraciones navideñas invitan a enfocarse en las costumbres y prácticas culturales que han obstaculizado la sana distancia. Dos temas contrastantes se antojan para debate a partir de la estrategia. Por un lado, la dominante falta de conciencia de nuestra agencia política desde el cuerpo; y, por otro lado, la imposición de renegar las redes comunitarias para la supervivencia, en el sentido de individualizar nuestras necesidades (materiales y espirituales) y la forma de satisfacerlas. El adiestramiento de los cuerpos (la biopolítica) durante esta pandemia será ampliamente estudiado.
En México (a diferencia de sociedades europeas), la “familia muégano” es prioridad; las comidas de domingo, la chorcha de la tardecita en casa de la suegra, las y los abuelos encargados de la crianza de los nietos, son rutinas tan arraigadas que siguen imponiéndose. Pretender borrar estas rutinas es evadir una tradición de economía solidaria, de compadrazgos y de cuidado mutuo, tan comunes entre las familias mexicanas. No es fácil (ni deseable) erradicar estas prácticas. ¿Cómo ajustarlas entonces a la gran estrategia mundial de distanciamiento social? Ni de cerca tengo la respuesta, si acaso algunas observaciones en primera persona con las que otros puedan identificarse o compararse.
Quienes comulgamos con el “Quédate en casa”, nos pensamos muchas veces cualquier visita, abrazo, plan vacacional, reunión presencial o consulta médica no relacionada con COVID. Cada “no” tiene grandes consecuencias emocionales, y a cada “sí” sigue gestionar la culpa de exponer nuestros cuerpos y los ajenos. La responsabilidad individual nunca había sido tan trascendente, incluso más que en los temas ambientales (en que los impactos de las industrias son infinitamente mayores que las decisiones individuales de consumo).
Preguntarle a quienes se han contagiado ¿dónde fue? es casi tan absurdo como preguntarle a quien algo ha perdido ¿dónde lo perdiste? Si bien es difícil rastrear nuestra propia movilidad, hay modelos matemáticos que precisamente siguen las trayectorias de las poblaciones, y tienen algo que decir sobre los principales espacios de contagio. Pero dejando de lado estas elaboradas conclusiones, la respuesta de quien se contagia suele ser: “fue en el trabajo y contagié a mi familia”. La legitimidad de la causa del contagio importa al procesar los relatos de los otros. No es igual contagiarse en una fiesta que en tu actividad de sustento. Y entonces lo comúnmente irremediable es ir a trabajar, y la diferencia frente al riesgo es el privilegio de no hacerlo, o hacerlo desde casa, como ya tanto se ha discutido. La contradicción económica que llama la atención es que ni todas las industrias que han seguido operando son esenciales, ni todos los establecimientos mercantiles que son obligados a cerrar son prescindibles. Si usamos este mismo lenguaje regulacionista, siempre cabe evaluar si una visita es realmente “una actividad esencial”. Si la respuesta a conciencia es afirmativa, sigue pensar en el ritual de visita a una casa que “cree en el COVID”. Personalmente, voy preparada con chamarra para estar en exteriores, y con pantuflas si hay que quitarse los zapatos una vez dentro, según las indicaciones del anfitrión; entro a lavarme las manos, luego de pisar enfáticamente el tapete o jerga con cloro dispuestos, no tengo contacto físico y procuro sentarme alejada de otros. Sigue siendo incierto cuál es el momento adecuado para quitarse el cubrebocas, pero la bienvenida / llegada suele ser con uno puesto, aunque creo es más una cortesía simbólica para expresar que “yo también creo”, porque la reunión implica ingesta de alimentos y bebidas...
Mucho que decir sobre el hábito del cubrebocas. No se equivocaba López Gatell cuando decía que no sabríamos usarlo adecuadamente. Hay quienes insisten en capturar fotografías en grupo con cubrebocas, ¡y sin cubrebocas! También están quienes no saben qué hacer con éste, lo ponen encima de la mesa, lo meten al pantalón, lo sostienen y sobetean durante todo el encuentro. Ni qué decir sobre las misteriosas rutinas de lavado y reuso de éstos. Igual cabe advertir el uso del cubrebocas como pañoleta o porta papadas, que creo, además, tiene mucho que ver con nuestros malos hábitos alimenticios. Los mexicanos comemos durante traslados o entre comidas; somos gusgos y asiduos a la comida callejera, que a la menor invocación se nos presenta en forma del esquite que nos hará remover el cubrebocas… mientras caminamos y conversamos en los espacios públicos.
Por su parte, las noticias están llenas de historias de familias arrepentidas de “juntarse y contraer el virus”. La moraleja es reproducida una y otra vez, desde una lógica tan religiosa como científica, según el público que mire; “no creía hasta que lo vi con mis ojos” funciona lo mismo para el método científico que para el reconocimiento de un milagro divino. A nuestro alrededor, hay desde quienes “no creen en el COVID” hasta quienes ven con cara de virus a cada humano con quien se ven obligados a relacionarse. Quizás los negacionistas sean menos que en un principio (es altamente improbable que hoy no conozcamos contagiados), pero lo cierto es que domina la peligrosa convicción de inmunidad ontológica (vulgo: “a mí el virus me la pela”), o bien, el fatalismo de quien pronuncia: “de algo me he de morir” o "si me va a dar, me va a dar" (como si estuviera escrito en piedra).
En estos tiempos de potenciales reuniones navideñas, hagamos un recuento de lo que no sabíamos en marzo del 2020. Las caretas y cubrebocas hacen la diferencia. La situación va a durar muchos meses más y la vida ha de seguir, en efecto, dentro de una nueva normalidad. Quienes se enfermaron pueden volver a contagiarse. Aquel mito de la inmunidad a posteriori del contagio ha de desestimarse (para el recuerdo aquel pronunciamiento de López Gatell: “casi sería deseable que el presidente se contagiara para que genere inmunidad”). Es innegable que, para estas alturas, todos hemos juzgado a alguien por su manera de gestionar la pandemia, y hemos sido juzgados. Hemos malmirado a quien se fue a la playa, a quien salió a un restaurante, a quien voló a su ciudad natal para visitar a la familia, incluso a quien se embaraza. De igual forma, hemos juzgado a quienes no salen, a quienes lavan billetes con gel antibacterial, a quienes rocían de Lysol a repartidores y empleados, a quienes no permiten que sus niños jueguen con otros o vayan al parque; todo esto desde el contraargumento de la falta de empatía con otros y la preservación de la salud mental. Ya hoy, todos hemos actuado de alguna manera condenable y hemos condenado. Hemos visto al Dr. Gatell reunirse afuera de Palacio Nacional a comer tacos de canasta, hemos visto a personal de salud vacacionando con su familia, y seguro que hemos sucumbido a alguna reunión petit comité “con todas las medidas”, excepto la de no reunirse.
Ya cada uno tenemos clara nuestra forma de reacción y nuestros límites, según nuestras creencias, necesidades y prioridades. No sé si las tendencias son tan firmes o pueda revertirse la actitud de quienes reniegan, y, lo más importante, si la convicción logre mantenerse entre quienes hemos hecho tantos esfuerzos, tantas reuniones virtuales que hoy parecen desgastadas e insuficientes. La apuesta sigue estando entre quienes tenemos las condiciones estructurales para no salir de casa (a costa de los que deben hacerlo para proveer a sus familias y a las nuestras). Cada uno habremos de seguir comprometidos, con nuestros rituales de visita, nuestros cubrebocas y demás artilugios y “detentes” que nos reconfortan con la sensación de protección. Nuestra reacción a la pandemia es hoy tanto una rutina como un ejercicio filosófico, cargado de moral (cuando me cuido por los otros) y de sentido (cuando decido prioridades momentáneas: comer fuera, visitar a mis padres, salir a correr, apoyar a esa compañía de teatro o a ese bar que por fin reabrieron … a costa de lo que ya sabemos). Así la nueva normalidad.
A manera de cierre, queda decir que quien esto escribe acostumbra a usar cubrebocas; sale a comer ocasionalmente sólo con su pareja, siempre en terrazas; y pasará las fiestas en casa con él y su gatita. No se ha contagiado, y pertenece a un grupo minoritario que en ningún momento ha tenido síntomas, ni ha pensado en que tuvo COVID, pero sabe que no está exenta, y que los hábitos importan. Cuidémonos todos, y, en particular, incitemos a los nuestros a conservar el ánimo y la paciencia para hacerlo.
jueves, 6 de agosto de 2020
Generación de cristal vs La otra generación de cristal
De manera polarizada, se reaccionaba hace unos días a la provocación: “Molotov es cancelado por la generación de cristal”, entendiéndose “la cancelación” como un fenómeno de presión incentivada en redes sociales para evidenciar un comportamiento considerado como homo/transfóbico, racista o machista. Acá una invitación a sentirse incómodo con cualquiera de las reacciones que vinieron. Adelanto que revolveré contextos por el gusto de sacudir a puristas del rock, lo mismo que a feministas canceladoras.
Sí era penal
Desde una esquina están quienes comparten el meme aquel que llama “Generación de pendejos” a quienes se ofenden con la así enaltecida “Joya del rock mexicano” (en referencia al disco, objeto de la polémica, “Dónde jugarán las niñas” de Molotov) pero que corean a Bad Bunny cuando canta “Si tu novio no te mama el culo”. Me llaman la atención que se identifique a quienes “cancelan” a Molotov como fans del reggaetón; no me checa que sean las mismas personas, sobre todo, por el sesgo generacional de quienes conocemos a Molotov, pero no a Bad Bunny, y viceversa; dejo abierta la sospecha. Ahora bien, la semántica les parece denostable, aún cuando la letra de “Perra arrabalera” va como sigue:
“Por eso te dejo mojada
Un poco vestida y muy alborotada
Contigo yo no siento nada
Perra hija de la chingada!
Porque antes estabas delgada
Con los pechos firmes y las nalgas bien paradas
Pero ahora ya estas muy aguada
No hay quien te pele y estás amargada
Contigo ya no siento nada
Golfa, golfa interesada”
Pudiera decirse que la canción es catártica, que su ritmo es el que importa, que es para echar desmadre, que la letra no debe tomarse personal, ni literal. Sólo no me queda claro si lo anterior sería argumento de un defensor de Molotov o uno de Bad Bunny, en cualquiera de los casos, leo la reivindicación generacional de irrumpir, de trascender los valores de la generación anterior, y de reaccionar, paradójicamente, a partir de las formas que ésta le heredó (los seguidores del reggaetón heredan un mundo hipersexualizado, por ejemplo). Y así cada generación promueve un género musical que le parece contestatario (y no, no siempre es el rock), con sus propios códigos y criterios de apreciación estética (sí, el reggaetón ofrece una experiencia estética).
Ahora bien, varios esfuerzos ha habido por demostrarnos cómo debe interpretarse la palabra “Puto” en la canción homónima. Se nos reitera que está lejos de cualquier carga homofóbica, y que refiere, más bien, a una persona cobarde. Esta fue la misma estrategia de la Federación Mexicana de Fútbol, que intentó primero convencer a la FIFA de que gritar “Eh…puto” al portero rival era una cosa de pasión, de tradición, de picardía… antes de que los directivos asumieran su responsabilidad para frenar lo que se hizo hábito en cualquier estadio dentro y fuera de nuestras fronteras. Ni decir cuántas multas pagó la Femexfut antes de que se propusiera “sensibilizar a la población”, aliarse con las televisoras y promover campañas para erradicar el grito. Pasaron al menos 5 años para tomar acciones.
Y, como en aquella regla del fútbol -recientemente ajustada por la FIFA- en que si la mano va al balón dentro del área se considera penal, sin importar la intención del jugador, en el mundo de las canciones, ya no importa la intención de quienes idearon corear “Puto”, sin intención de ofender, igual es penal. La regla ya no es como antes, hoy ya es penal porque no sabemos si la mano quería ir al balón, tanto como no sabemos si Micky o Iñaki querían, o no, darle “matarile al maricón”. Lo que sí sabemos es que algunos bullys la usaron para amedrentar a algún compañero amanerado, que algunas barras de fútbol la usaron para agredir al rival, que inequívocamente, no quiere ser llamado “puto”, entre otras varias historias de apropiación social de la canción.
“Ingrata” o el camino incierto a la redención
Desde la otra esquina están quienes consideran que ciertas canciones de Molotov reproducen una cultura machista; lo que no acabo de resolver es qué hacer con ese señalamiento: ¿hay que quitarlas del repertorio?, ¿hay que cambiarles la letra como Café Tacvba hizo con “Ingrata”?, ¿hay que exigir una disculpa pública?, ¿hay que boicotear a la banda?
Ya con el tiempo y entre todes resolveremos lo anterior. Por ahora, dos temas me preocupan en este hilo de reacciones. Uno es la inflada correlación entre canciones y comportamientos, y otro, la insensibilidad frente a la carga nociva de las metáforas (y su poética violenta) en las letras de canciones.
Cuando grupos conservadores acusaron, casi que como autor intelectual, a Marilyn Manson por la trágica masacre en Columbine, ocurrida en 1999, luego de que se advirtiera que los estudiantes responsables escuchaban su música, la reacción parecía un clamor prohibicionista descabellado. Como si un asesino se convirtiera en uno, sólo por influencia de ciertas canciones. Las acusaciones iban en contra de un artista que, se presentaba desafiante frente al stablishment y aprovechaba el misticismo de lo satánico, como ya varias bandas de metal lo habían hecho antes, sin necesariamente creer en el satanismo; era más una tomada de pelo performática y juvenil, inherentemente rebelde, para escandalizar a “las buenas conciencias”. Pues bien, si descalificar a bandas que invocaban al satanismo por ser una mala influencia para los jóvenes nos es ridículo hoy, ¿por qué no habría de serlo el descalificar al reggaetón por sobrealudir al hedonismo y a la satisfacción sexual? A menos que sea por la imagen cosificada y sumisa que de la mujer promueve, pero ¿es esta tendencia machista intrínseca al género musical?
Sobre cualquier género musical, sería equívoco afirmar una correlación unicausal entre éste y el comportamiento machista de sus escuchas, toda vez que invisibiliza la estructura multifactorial que sostiene tal machismo (sí, el patriarcado). En el señalamiento de un solo disco, una canción o un género musical puede que se pierda el objetivo de señalar las grandes causas estructurales. No por esto, se puede negar la influencia de la industria cultural y del espectáculo en nuestro pensamiento y acciones. Claro que los intérpretes tienen un nivel de responsabilidad en lo que transmiten a los públicos. Sin embargo, saber cuánto influencia cada expresión artística nuestras prácticas no me parece la pregunta adecuada, sino el cómo lo hace.
La legitimidad de las metáforas violentas
El tema que inspira este texto es la denuncia a letras que reproducen una imagen cosificada y sumisa de la mujer, a las que podríamos sumar las letras que expresan agresiones hacia ésta. Por ejemplo, las polémicas canciones, interpretadas ambas por Alejandro Fernández, con metáforas tipo:
“Mátalas
Con una sobredosis de ternura
Asfíxialas con besos y dulzuras
Contágialas de todas tus locuras”
O aquella otra (ya sin el eufemismo de la metáfora):
“Unas nalgadas con pencas de nopal
Es lo que ocupas por falsa y traicionera”
Si bien para algunos, denunciar estos mensajes es una reacción exagerada, de lo que debiera hacer consenso es que está justificada. El supuesto ingenio pícaro que las solapa está fuera de lugar en una sociedad en que asesinan a 10 mujeres todos los días. No cabe ni la picardía ni la insensibilidad de quienes no pueden relacionar que las mujeres intentemos por todos los medios, incluidas las palabras, borrar las formas violentas hacia nosotras.
Sin duda, hay algo sórdido en estas letras, que normalizan tanto un amor romántico a partir de metáforas violentas, como un castigo ejemplar a un supuesto mal comportamiento. La reacción de denuncia es difícil de comprender para aquellos grupos que arremeterán que siempre ha habido letras violentas, incluso por parte de mujeres. Podemos aludir al estilo de Paquita la del Barrio, o a la ola de reggaetón feminista, que en sus letras pueden contener una apología a la violencia, de corte vengativo contra los hombres, mayormente. Pero, y entonces, ¿cuándo se justifica usar un lenguaje violento en las canciones? No creo que corresponda a nadie dar el visto bueno de las canciones, ni aprobar la poética de sus letras, que, muchas de las veces, expresarán delirios bélicos, pulsiones y fantasías reprimidas (y sí, violentas), sin que sean recetarios literales para la realidad. El género del metal es paradigmático de lo anterior.
No se trata pues, de montar ningún “Código Hays” para censurar lo que nos parece ilegítimo de reproducir. Tal pretensión coquetea con prácticas autoritarias en nombre de ideologías, y el feminismo no debiera seguir ese camino. Se trata más bien, de erradicar la normalización de expresiones musicales violentas hacia las mujeres, y evitar que se sigan creando nuevas. Igualmente, queda preguntarnos más seguido, si algo nos ofende o no, y por qué. No nos hace menos rockeros voltear la mirada 20 años atrás y reconocer que algo que ayer se escuchaba bien, hoy ya no. Se vale repensar lo que se cantaba, de lo que se reía, lo que nos entretenía. Se llama mirada histórica, y me sorprende la incapacidad para aplicarla en contextos contemporáneos. Lo que no se vale es hacer como si una canción o película no hubieran existido, y simplemente vetarlas. Mucho menos, hacer como que 20 años no han pasado, y nada ha cambiado. Si la generación de cristal es la que se asume vulnerable frente a un sistema que la ha victimizado en tantos sentidos, la otra generación de cristal es la que no acepta la (auto)confrontación a sus ídolos, a sus discos legendarios, a sus mitos generacionales, a otros géneros musicales, ni a sus propias conciencias.
jueves, 7 de mayo de 2020
Crimen y castigo en tiempos de COVID-19
Luego del enfrentamiento entre familiares de pacientes contagiados, con elementos de la Secretaría de Seguridad del Estado de México y de la Guardia Nacional en el hospital Las Américas, en Ecatepec, se han desatado reacciones de descalificación hacia unos y otros. Llama la atención la reacción que asocia las noticias difundidas sobre las fiestas en Ecatepec —en clara contravención a las medidas de distanciamiento social— al contagio entre su población, casi que merecida, como consecuencia de su desacato. El episodio invita a repensar la relación entre la culpabilidad y el castigo en el marco de la pandemia.