lunes, 21 de diciembre de 2020

Cuando Seas Grande

Va otra versión comentada de “Rómpanlo todo” que parte de verlo como el documental que sí es y la experiencia histórica que propone. Esto ante la oleada de reproches a omisiones y preferencias, que pareciera promueven una versión oficial completa y unificadora del rock latinoamericano. Sorprende la poca conciencia de cómo se cuenta la Historia (con mayúscula). 

Cuando Bátiz dice que descubrió a Rockdrigo, que trajo el blues a México y que enseñó a tocar a Santana, cuando Santaolalla comparte su pasado hippie, y los Maldita Vecindad narran que lo pasearon por el DF para incursionarlo en la cultura popular mexicana, les creo con la sorna y reserva debida. Son sus testimonios sobre hechos históricos y deben procesarse como tales. 

Sobre el reproche a la sobreexposición de Bátiz o la inclusión de Fer de Maná, sólo puedo decir que me fue todavía menos legítima la presencia de un tal Camilo Lara del IMS; cada quien sus incomodidades frente a lo que le represente el personaje en pantalla. 

Quienes reprochan omisiones, pierden de vista que el coso en comento no es más que un producto de la visión sesgada de un productor que hizo Historia. Y qué es la Historia sino, mayormente, la visión de los vencedores; de quienes obtuvieron los medios y triunfaron. Reprochar a Santaolla-productor no hablar de tu banda-under favorita es tanto como no entender que la Historia es aquello que cuentan quienes estuvieron para “romperla”. La coincidencia ente hacer y narrar la Historia es por demás habitual. La Historia se cuenta a través de los medios de quien los tiene, con la curaduría de quien la edita según su visión y conveniencia porque puede. Y aquí los sesgos están sin timidez. A unas bandas se les pregunta por otras. Hay la incitación y la sobrevaloración, y se disfruta el reconocimiento de la “chispa y la mística musical” de unas hacia otras. “Rómpanlo todo” se trata de la industria del rock, narrada desde quienes triunfaron, lo que me parece tan legítimo como interesante.  

Cada quien puede disfrutar el documental desde donde juzgue, porque éste es un medio masivo para construir otra más de las tantas verdades históricas del rock. De lo exhibido, es valioso (no necesariamente original) el footage de los contextos político-sociales, las modas o bailes de cada vanguardia, y en particular, el fondo intimista de los entrevistados, sean sus estudios o viviendas, con Fenders alineadas, altares excéntricos o lámparas Bauhaus (por cierto que Santaolalla decidió un fondo vacío para su testimonio). 

Lo que verdaderamente me interpela del proyecto es pensar el rock como una alegoría desde la juventud, narrada precisamente por quienes no la performan más. Recordemos aquí que la juventud sólo existe desde el siglo XX y el rock es clave para definirla. Si por un lado, el documental narra cómo muchas de las glorias de algunos rockeros se alcanzaron a muy corta edad, por otro lado, evidencia su envejecimiento en la barba blanca de Flavio, el sobrepeso de Fer, la mellada salud de Calamaro, las arrugas de Andrea Echeverri y el abandono de extravagancias en el aspecto físico de la mayoría de los entrevistados. 

El ejercicio de responder “¿quiénes protagonizaron el rock lationamericano?” reconstruido ya tantas veces, esta vez importa, más allá del retumbo que Netflix genera, por el momento histórico en que una muestra de nuestros rockeros, mayormente hombres, siguen vivos y confluyendo, algunos con garbo rockero tras las características gafas de Álvaro Henríquez, de Fito Páez y de Tito de Molotov, otros no tanto. 

Si acaso mi disgusto fue no haber cerrado con la línea legendaria de “Que viva el rock & roll”, y preferir el “Say no more” (así, en inglés) de Charly García. 

viernes, 18 de diciembre de 2020

La sana distancia esta Navidad

Nunca pensamos que duraría hasta ahora. El 2020 nos ha confrontado sobre nuestras prioridades, que mucho tienen que ver con las maneras de acatar las medidas para evitar contagiarse de COVID. Si bien el dilema constante del año fue reunirse o no con la familia, las celebraciones navideñas invitan a enfocarse en las costumbres y prácticas culturales que han obstaculizado la sana distancia. Dos temas contrastantes se antojan para debate a partir de la estrategia. Por un lado, la dominante falta de conciencia de nuestra agencia política desde el cuerpo; y, por otro lado, la imposición de renegar las redes comunitarias para la supervivencia, en el sentido de individualizar nuestras necesidades (materiales y espirituales) y la forma de satisfacerlas. El adiestramiento de los cuerpos (la biopolítica) durante esta pandemia será ampliamente estudiado.  

 

En México (a diferencia de sociedades europeas), la “familia muégano” es prioridad; las comidas de domingo, la chorcha de la tardecita en casa de la suegra, las y los abuelos encargados de la crianza de los nietos, son rutinas tan arraigadas que siguen imponiéndose. Pretender borrar estas rutinas es evadir una tradición de economía solidaria, de compadrazgos y de cuidado mutuo, tan comunes entre las familias mexicanas. No es fácil (ni deseable) erradicar estas prácticas. ¿Cómo ajustarlas entonces a la gran estrategia mundial de distanciamiento social? Ni de cerca tengo la respuesta, si acaso algunas observaciones en primera persona con las que otros puedan identificarse o compararse.


Quienes comulgamos con el “Quédate en casa”, nos pensamos muchas veces cualquier visita, abrazo, plan vacacional, reunión presencial o consulta médica no relacionada con COVID. Cada “no” tiene grandes consecuencias emocionales, y a cada “sí” sigue gestionar la culpa de exponer nuestros cuerpos y los ajenos. La responsabilidad individual nunca había sido tan trascendente, incluso más que en los temas ambientales (en que los impactos de las industrias son infinitamente mayores que las decisiones individuales de consumo). 


Preguntarle a quienes se han contagiado ¿dónde fue? es casi tan absurdo como preguntarle a quien algo ha perdido ¿dónde lo perdiste? Si bien es difícil rastrear nuestra propia movilidad, hay modelos matemáticos que precisamente siguen las trayectorias de las poblaciones, y tienen algo que decir sobre los principales espacios de contagio. Pero dejando de lado estas elaboradas conclusiones, la respuesta de quien se contagia suele ser: “fue en el trabajo y contagié a mi familia”. La legitimidad de la causa del contagio importa al procesar los relatos de los otros. No es igual contagiarse en una fiesta que en tu actividad de sustento. Y entonces lo comúnmente irremediable es ir a trabajar, y la diferencia frente al riesgo es el privilegio de no hacerlo, o hacerlo desde casa, como ya tanto se ha discutido. La contradicción económica que llama la atención es que ni todas las industrias que han seguido operando son esenciales, ni todos los establecimientos mercantiles que son obligados a cerrar son prescindibles. Si usamos este mismo lenguaje regulacionista, siempre cabe evaluar si una visita es realmente “una actividad esencial”. Si la respuesta a conciencia es afirmativa, sigue pensar en el ritual de visita a una casa que “cree en el COVID”. Personalmente, voy preparada con chamarra para estar en exteriores, y con pantuflas si hay que quitarse los zapatos una vez dentro, según las indicaciones del anfitrión; entro a lavarme las manos, luego de pisar enfáticamente el tapete o jerga con cloro dispuestos, no tengo contacto físico y procuro sentarme alejada de otros. Sigue siendo incierto cuál es el momento adecuado para quitarse el cubrebocas, pero la bienvenida / llegada suele ser con uno puesto, aunque creo es más una cortesía simbólica para expresar que “yo también creo”, porque la reunión implica ingesta de alimentos y bebidas... 


Mucho que decir sobre el hábito del cubrebocas. No se equivocaba López Gatell cuando decía que no sabríamos usarlo adecuadamente. Hay quienes insisten en capturar fotografías en grupo con cubrebocas, ¡y sin cubrebocas! También están quienes no saben qué hacer con éste, lo ponen encima de la mesa, lo meten al pantalón, lo sostienen y sobetean durante todo el encuentro. Ni qué decir sobre las misteriosas rutinas de lavado y reuso de éstos. Igual cabe advertir el uso del cubrebocas como pañoleta o porta papadas, que creo, además, tiene mucho que ver con nuestros malos hábitos alimenticios. Los mexicanos comemos durante traslados o entre comidas; somos gusgos y asiduos a la comida callejera, que a la menor invocación se nos presenta en forma del esquite que nos hará remover el cubrebocas… mientras caminamos y conversamos en los espacios públicos.


Por su parte, las noticias están llenas de historias de familias arrepentidas de “juntarse y contraer el virus”. La moraleja es reproducida una y otra vez, desde una lógica tan religiosa como científica, según el público que mire; “no creía hasta que lo vi con mis ojos” funciona lo mismo para el método científico que para el reconocimiento de un milagro divino. A nuestro alrededor, hay desde quienes “no creen en el COVID” hasta quienes ven con cara de virus a cada humano con quien se ven obligados a relacionarse. Quizás los negacionistas sean menos que en un principio (es altamente improbable que hoy no conozcamos contagiados), pero lo cierto es que domina la peligrosa convicción de inmunidad ontológica (vulgo: “a mí el virus me la pela”), o bien, el fatalismo de quien pronuncia: “de algo me he de morir” o "si me va a dar, me va a dar" (como si estuviera escrito en piedra). 


En estos tiempos de potenciales reuniones navideñas, hagamos un recuento de lo que no sabíamos en marzo del 2020. Las caretas y cubrebocas hacen la diferencia. La situación va a durar muchos meses más y la vida ha de seguir, en efecto, dentro de una nueva normalidad. Quienes se enfermaron pueden volver a contagiarse. Aquel mito de la inmunidad a posteriori del contagio ha de desestimarse (para el recuerdo aquel pronunciamiento de López Gatell: “casi sería deseable que el presidente se contagiara para que genere inmunidad”). Es innegable que, para estas alturas, todos hemos juzgado a alguien por su manera de gestionar la pandemia, y hemos sido juzgados. Hemos malmirado a quien se fue a la playa, a quien salió a un restaurante, a quien voló a su ciudad natal para visitar a la familia, incluso a quien se embaraza. De igual forma, hemos juzgado a quienes no salen, a quienes lavan billetes con gel antibacterial, a quienes rocían de Lysol a repartidores y empleados, a quienes no permiten que sus niños jueguen con otros o vayan al parque; todo esto desde el contraargumento de la falta de empatía con otros y la preservación de la salud mental. Ya hoy, todos hemos actuado de alguna manera condenable y hemos condenado. Hemos visto al Dr. Gatell reunirse afuera de Palacio Nacional a comer tacos de canasta, hemos visto a personal de salud vacacionando con su familia, y seguro que hemos sucumbido a alguna reunión petit comité “con todas las medidas”, excepto la de no reunirse. 


Ya cada uno tenemos clara nuestra forma de reacción y nuestros límites, según nuestras creencias, necesidades y prioridades. No sé si las tendencias son tan firmes o pueda revertirse la actitud de quienes reniegan, y, lo más importante, si la convicción logre mantenerse entre quienes hemos hecho tantos esfuerzos, tantas reuniones virtuales que hoy parecen desgastadas e insuficientes. La apuesta sigue estando entre quienes tenemos las condiciones estructurales para no salir de casa (a costa de los que deben hacerlo para proveer a sus familias y a las nuestras). Cada uno habremos de seguir comprometidos, con nuestros rituales de visita, nuestros cubrebocas y demás artilugios y “detentes” que nos reconfortan con la sensación de protección. Nuestra reacción a la pandemia es hoy tanto una rutina como un ejercicio filosófico, cargado de moral (cuando me cuido por los otros) y de sentido (cuando decido prioridades momentáneas: comer fuera, visitar a mis padres, salir a correr, apoyar a esa compañía de teatro o a ese bar que por fin reabrieron … a costa de lo que ya sabemos). Así la nueva normalidad.     

 

A manera de cierre, queda decir que quien esto escribe acostumbra a usar cubrebocas; sale a comer ocasionalmente sólo con su pareja, siempre en terrazas; y pasará las fiestas en casa con él y su gatita. No se ha contagiado, y pertenece a un grupo minoritario que en ningún momento ha tenido síntomas, ni ha pensado en que tuvo COVID, pero sabe que no está exenta, y que los hábitos importan. Cuidémonos todos, y, en particular, incitemos a los nuestros a conservar el ánimo y la paciencia para hacerlo.


jueves, 6 de agosto de 2020

Generación de cristal vs La otra generación de cristal

De manera polarizada, se reaccionaba hace unos días a la provocación: “Molotov es cancelado por la generación de cristal”, entendiéndose “la cancelación” como un fenómeno de presión incentivada en redes sociales para evidenciar un comportamiento considerado como homo/transfóbico, racista o machista. Acá una invitación a sentirse incómodo con cualquiera de las reacciones que vinieron. Adelanto que revolveré contextos por el gusto de sacudir a puristas del rock, lo mismo que a feministas canceladoras.

 

Sí era penal

 

Desde una esquina están quienes comparten el meme aquel que llama “Generación de pendejos” a quienes se ofenden con la así enaltecida “Joya del rock mexicano” (en referencia al disco, objeto de la polémica, “Dónde jugarán las niñas” de Molotov) pero que corean a Bad Bunny cuando canta “Si tu novio no te mama el culo”. Me llaman la atención que se identifique a quienes “cancelan” a Molotov como fans del reggaetón; no me checa que sean las mismas personas, sobre todo, por el sesgo generacional de quienes conocemos a Molotov, pero no a Bad Bunny, y viceversa; dejo abierta la sospecha. Ahora bien, la semántica les parece denostable, aún cuando la letra de “Perra arrabalera” va como sigue:

 

“Por eso te dejo mojada
Un poco vestida y muy alborotada
Contigo yo no siento nada
Perra hija de la chingada!
Porque antes estabas delgada
Con los pechos firmes y las nalgas bien paradas
Pero ahora ya estas muy aguada
No hay quien te pele y estás amargada
Contigo ya no siento nada
Golfa, golfa interesada”

 

Pudiera decirse que la canción es catártica, que su ritmo es el que importa, que es para echar desmadre, que la letra no debe tomarse personal, ni literal. Sólo no me queda claro si lo anterior sería argumento de un defensor de Molotov o uno de Bad Bunny, en cualquiera de los casos, leo la reivindicación generacional de irrumpir, de trascender los valores de la generación anterior, y de reaccionar, paradójicamente, a partir de las formas que ésta le heredó (los seguidores del reggaetón heredan un mundo hipersexualizado, por ejemplo). Y así cada generación promueve un género musical que le parece contestatario (y no, no siempre es el rock), con sus propios códigos y criterios de apreciación estética (sí, el reggaetón ofrece una experiencia estética).

 

Ahora bien, varios esfuerzos ha habido por demostrarnos cómo debe interpretarse la palabra “Puto” en la canción homónima. Se nos reitera que está lejos de cualquier carga homofóbica, y que refiere, más bien, a una persona cobarde. Esta fue la misma estrategia de la Federación Mexicana de Fútbol, que intentó primero convencer a la FIFA de que gritar “Eh…puto” al portero rival era una cosa de pasión, de tradición, de picardía… antes de que los directivos asumieran su responsabilidad para frenar lo que se hizo hábito en cualquier estadio dentro y fuera de nuestras fronteras. Ni decir cuántas multas pagó la Femexfut antes de que se propusiera “sensibilizar a la población”, aliarse con las televisoras y promover campañas para erradicar el grito. Pasaron al menos 5 años para tomar acciones.

 

Y, como en aquella regla del fútbol -recientemente ajustada por la FIFA- en que si la mano va al balón dentro del área se considera penal, sin importar la intención del jugador, en el mundo de las canciones, ya no importa la intención de quienes idearon corear “Puto”, sin intención de ofender, igual es penal. La regla ya no es como antes, hoy ya es penal porque no sabemos si la mano quería ir al balón, tanto como no sabemos si Micky o Iñaki querían, o no, darle “matarile al maricón”. Lo que sí sabemos es que algunos bullys la usaron para amedrentar a algún compañero amanerado, que algunas barras de fútbol la usaron para agredir al rival, que inequívocamente, no quiere ser llamado “puto”, entre otras varias historias de apropiación social de la canción.

 

“Ingrata” o el camino incierto a la redención

 

Desde la otra esquina están quienes consideran que ciertas canciones de Molotov reproducen una cultura machista; lo que no acabo de resolver es qué hacer con ese señalamiento: ¿hay que quitarlas del repertorio?, ¿hay que cambiarles la letra como Café Tacvba hizo con “Ingrata”?, ¿hay que exigir una disculpa pública?, ¿hay que boicotear a la banda?

 

Ya con el tiempo y entre todes resolveremos lo anterior. Por ahora, dos temas me preocupan en este hilo de reacciones. Uno es la inflada correlación entre canciones y comportamientos, y otro, la insensibilidad frente a la carga nociva de las metáforas (y su poética violenta) en las letras de canciones.

 

Cuando grupos conservadores acusaron, casi que como autor intelectual, a Marilyn Manson por la trágica masacre en Columbine, ocurrida en 1999, luego de que se advirtiera que los estudiantes responsables escuchaban su música, la reacción parecía un clamor prohibicionista descabellado. Como si un asesino se convirtiera en uno, sólo por influencia de ciertas canciones. Las acusaciones iban en contra de un artista que, se presentaba desafiante frente al stablishment y aprovechaba el misticismo de lo satánico, como ya varias bandas de metal lo habían hecho antes, sin necesariamente creer en el satanismo; era más una tomada de pelo performática y juvenil, inherentemente rebelde, para escandalizar a “las buenas conciencias”. Pues bien, si descalificar a bandas que invocaban al satanismo por ser una mala influencia para los jóvenes nos es ridículo hoy, ¿por qué no habría de serlo el descalificar al reggaetón por sobrealudir al hedonismo y a la satisfacción sexual? A menos que sea por la imagen cosificada y sumisa que de la mujer promueve, pero ¿es esta tendencia machista intrínseca al género musical?

 

Sobre cualquier género musical, sería equívoco afirmar una correlación unicausal entre éste y el comportamiento machista de sus escuchas, toda vez que invisibiliza la estructura multifactorial que sostiene tal machismo (sí, el patriarcado). En el señalamiento de un solo disco, una canción o un género musical puede que se pierda el objetivo de señalar las grandes causas estructurales. No por esto, se puede negar la influencia de la industria cultural y del espectáculo en nuestro pensamiento y acciones. Claro que los intérpretes tienen un nivel de responsabilidad en lo que transmiten a los públicos. Sin embargo, saber cuánto influencia cada expresión artística nuestras prácticas no me parece la pregunta adecuada, sino el cómo lo hace.  

 

La legitimidad de las metáforas violentas 

 

El tema que inspira este texto es la denuncia a letras que reproducen una imagen cosificada y sumisa de la mujer, a las que podríamos sumar las letras que expresan agresiones hacia ésta. Por ejemplo, las polémicas canciones, interpretadas ambas por Alejandro Fernández, con metáforas tipo:

 

“Mátalas

Con una sobredosis de ternura

Asfíxialas con besos y dulzuras

Contágialas de todas tus locuras”

 

O aquella otra (ya sin el eufemismo de la metáfora):

 

“Unas nalgadas con pencas de nopal
Es lo que ocupas por falsa y traicionera”

 

Si bien para algunos, denunciar estos mensajes es una reacción exagerada, de lo que debiera hacer consenso es que está justificada. El supuesto ingenio pícaro que las solapa está fuera de lugar en una sociedad en que asesinan a 10 mujeres todos los días. No cabe ni la picardía ni la insensibilidad de quienes no pueden relacionar que las mujeres intentemos por todos los medios, incluidas las palabras, borrar las formas violentas hacia nosotras.

 

Sin duda, hay algo sórdido en estas letras, que normalizan tanto un amor romántico a partir de metáforas violentas, como un castigo ejemplar a un supuesto mal comportamiento. La reacción de denuncia es difícil de comprender para aquellos grupos que arremeterán que siempre ha habido letras violentas, incluso por parte de mujeres. Podemos aludir al estilo de Paquita la del Barrio, o a la ola de reggaetón feminista, que en sus letras pueden contener una apología a la violencia, de corte vengativo contra los hombres, mayormente. Pero, y entonces, ¿cuándo se justifica usar un lenguaje violento en las canciones? No creo que corresponda a nadie dar el visto bueno de las canciones, ni aprobar la poética de sus letras, que, muchas de las veces, expresarán delirios bélicos, pulsiones y fantasías reprimidas (y sí, violentas), sin que sean recetarios literales para la realidad. El género del metal es paradigmático de lo anterior. 

 

No se trata pues, de montar ningún “Código Hays” para censurar lo que nos parece ilegítimo de reproducir. Tal pretensión coquetea con prácticas autoritarias en nombre de ideologías, y el feminismo no debiera seguir ese camino. Se trata más bien, de erradicar la normalización de expresiones musicales violentas hacia las mujeres, y evitar que se sigan creando nuevas. Igualmente, queda preguntarnos más seguido, si algo nos ofende o no, y por qué. No nos hace menos rockeros voltear la mirada 20 años atrás y reconocer que algo que ayer se escuchaba bien, hoy ya no. Se vale repensar lo que se cantaba, de lo que se reía, lo que nos entretenía. Se llama mirada histórica, y me sorprende la incapacidad para aplicarla en contextos contemporáneos. Lo que no se vale es hacer como si una canción o película no hubieran existido, y simplemente vetarlas. Mucho menos, hacer como que 20 años no han pasado, y nada ha cambiado. Si la generación de cristal es la que se asume vulnerable frente a un sistema que la ha victimizado en tantos sentidos, la otra generación de cristal es la que no acepta la (auto)confrontación a sus ídolos, a sus discos legendarios, a sus mitos generacionales, a otros géneros musicales, ni a sus propias conciencias.

 

 

jueves, 7 de mayo de 2020

Crimen y castigo en tiempos de COVID-19

Lidia González Malagón
5 de mayo de 2020

Luego del enfrentamiento entre familiares de pacientes contagiados, con elementos de la Secretaría de Seguridad del Estado de México y de la Guardia Nacional en el hospital Las Américas, en Ecatepec, se han desatado reacciones de descalificación hacia unos y otros. Llama la atención la reacción que asocia las noticias difundidas sobre las fiestas en Ecatepec —en clara contravención a las medidas de distanciamiento social— al contagio entre su población, casi que merecida, como consecuencia de su desacato. El episodio invita a repensar la relación entre la culpabilidad y el castigo en el marco de la pandemia.

Castigo para los que ¿…?

En el entendido de que, para limitar los contagios, la movilidad fuera de casa debe reducirse a la mínima posible, algunos han promovido que se castigue el incumplimiento a la medida. Refiere Nayeli Ramírez (2020) que:

A nivel estatal y federal, las penas y sanciones que se prevén para aquellos que incumplen con estas medidas son las que se consideran en los correspondientes códigos penales y administrativos. Sería difícil condenar a alguien administrativa o penalmente por salir de su domicilio si no lo hace sabiendo que es fuente de contagio con la intención de propagar la enfermedad.

Pues bien, el primer caso que registré en el sentido de proceder penalmente contra quien pusiera en riesgo la salud pública, fue el del youtuber “Soy David Show”. El personaje transmitió en vivo su salida de compras en la col. Narvarte, aún sabiéndose portador del virus. La anécdota ameritó un inicio de proceso, fundamentado en el art. 159 del Código penal local, que a la letra dice:

ARTÍCULO 159. Al que sabiendo [cursivas mías] que padece una enfermedad grave en período infectante, ponga en peligro de contagio la salud de otro, por relaciones sexuales u otro medio transmisible, siempre y cuando la víctima no tenga conocimiento de esa circunstancia, se le impondrán prisión de tres meses a tres años y de cincuenta a trescientos días multa. Si la enfermedad padecida fuera incurable, se impondrán prisión de tres meses a diez años y de quinientos a dos mil días multa. Este delito se perseguirá por querella de la víctima u ofendido. (Código Penal del DF, 2002)

En Durango, se informó en medios, como un éxito, la sanción impuesta a quienes desestimaron la sana distancia: barrer una avenida. Los ambiguos reportes refieren 66 infractores que ingerían alcohol en la vía pública, una falta administrativa que se condena a criterio de la autoridad. Es decir, mientras los titulares comunican que se castigó con trabajo comunitario a quienes desestimaron la cuarentena, en realidad, sólo se reactivó el cumplimiento de la ley como forma de castigo ejemplar.

En el tenor de agudizar las penas por desacato a las medidas de aislamiento, diputados de Querétaro aprobaron hace unos días reformas al Código Penal del Estado con el argumento de “promover un comportamiento solidario en esta contingencia sanitaria”.  En general, la reforma que falta ser promulgada por el ejecutivo localconsiste en duplicar los años de condena en prisión a los infractores del aislamiento. La maniobra legislativa fue objeto de comentarios por parte del Subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración, Alejandro Encinas, quien exhortó a no promover reformas de este corte, pues atentan contra los derechos humanos y contravienen principios constitucionales. La moción preocupa por la carta abierta que significa para detenciones arbitrarias y con un uso excesivo de la fuerza pública, como se ha registrado en otras ciudades del mundo. Conviene aquí traer a cuento que en Querétaro se procedió ya con la primera detención de un conductor que no portaba cubrebocas, acusado en juzgado “de desobediencia”. Por las declaraciones del detenido, se reconoce a alguien genuinamente preocupado por la pandemia y con plena convicción por las medidas sanitarias, que simplemente no usó el cubrebocas que llevaba junto a él, al ir conduciendo solo en su vehículo.

En un país donde casi la mitad de la población en las cárceles está encerrada sin condena, sin un proceso acusatorio libre de injusticias y arbitrariedades, preocupan lo mismo los excesos del actuar policial que del sistema acusatorio. Tema aparte sería indagar en las deplorables condiciones de hacinamiento y de habitabilidad, que impiden garantizar el derecho a la salud a la población en reclusión. Preocupa que se considere que las penas más severas son la solución a problemas estructurales. El episodio recuerda, lastimosamente, a la tenue reforma, aprobada en febrero de este año, en cuanto a incrementar de 60 a 65 años de cárcel a quienes cometan el delito de feminicidio.

Además de sanciones individuales, recordemos que están sobre la mesa las multas a empresas que continúan operando sin acatar el decreto de cierre de actividades no esenciales. Al 15 de abril, la Secretaría del Trabajo y Previsión Social reportó que un 15% de empresas no habían acatado el llamado de la autoridad; ninguna había sido multada hasta esa fecha.

Para cerrar la exposición de ejemplos punitivos, resta decir que este enfoque estimula y normaliza la supresión de derechos humanos a quienes desobedecen, discurso que pareciera abrirse paso con éxito, incluso entre ciertas autoridades políticas y científicas. En Brasil, por ejemplo, el propio Secretario de Salud hizo declaraciones en que propone negar el derecho a la salud a los renuentes.

En un balance, entre las reacciones a favor y en contra de estas inciativas, cabe preguntarnos si estos ajustes normativos o castigos ejemplares llegarán a oídos de quienes deliberadamente desacatan las medidas de distanciamiento, y en tal caso, si las sanciones funcionan como medidas correctivas de un comportamiento social no deseado, o más bien, legitiman e instrumentalizan la práctica de señalar culpables.



Del chivo expiatorio al culpable sin rostro

Desde la moral occidental, quien obra mal merece un castigo; y en este caso, el castigo a quien incumple la jornada de sana distancia sería que se contagie, que incluso, fallezca, o por lo menos, la cárcel; sorprende que en redes sociales se celebren —con diferentes niveles de humor y convicción — estos desenlaces. Queda en el aire qué es exactamente lo que se busca castigar.

Apelando a la empatía, sería difícil pronunciarse por encarcelar al padre —potencial portador asintomático… como cualquier otro cuerpo— que salió de casa para proveer a su familia. Seguramente esto se matizaría si el padre supiera que es portador, y se matizaría aún más, si esta persona contagiada saliera por una actividad no esencial. En los tres escenarios, “no quedarse en casa” representa riesgos a la salud pública. ¿Cómo diferenciar estos perfiles en los procedimientos condenatorios? ¿Cómo distinguir la culpabilidad de los cuerpos? ¿Conviene apelar al criterio subjetivo de los policías in situ?

Según el texto del Código Penal, el grado de conciencia importa; esto deja al portador la ventaja de librarse del castigo al desconocerse como enfermo. No todos transmiten en vivo la recepción del “Kit médico para pacientes COVID”, seguido de su paseo por el supermercado como aquel joven youtuber del que hablamos antes. Sería difícil advertir a simple vista en la calle, que alguien es portador del virus —tanto más si es asintomático—, y es esta invisibilidad, propia de los riesgos contemporáneos, la que complejiza el acto de procesar a alguien por el delito hasta aquí discutido.

Ahora bien, se entiende el ánimo justiciero, pendiente de una diferenciación entre los que cumplen (al quedarse en casa) y los que no. Una suerte de garantismo debiera activarse cuando cumplo, tal como se espera en otros órdenes de la vida social (al pagar impuestos, al no infringir la ley en general). Sin embargo, es claro que no hay las condiciones para garantizar el derecho a la salud, y esto es una afrenta a la racional expectativa de que así fuera. Tal vulnerabilidad ante el riesgo de contagiarnos nos hace, irremediablemente, señalar culpables del origen y la propagación de la catástrofe. A partir de un marco de señalamientos comunes en redes sociales, identifico al menos tres tipos de culpables: el chivo expiatorio, el desobediente, y, el culpable sin rostro. A estos perfiles se atribuyen distintos grados de responsabilidad, y se reclama con distinto grado de encono, de acuerdo con el marco cultural de quien culpabiliza; con esto no pongo a discusión si los culpables efectivamente lo son, simplemente es una invitación a pensar quién es el culpable en el relato que construimos en torno al riesgo.

El chivo expiatorio. La historia de las epidemias nos enseña que es común señalar culpables, como una manera de explicar el origen del peligro. Este acto simbólico incorpora elementos tanto reales como imaginados, que suelen reactivar discursos racistas. Así, los “chivos expiatorios” se anclan en las narrativas para dar mayor sentido a la experiencia de riesgo, y de alguna manera, aliviar la ansiedad colectiva. Nada sutiles son las consignas de aislamiento y cierre de fronteras para instalar la idea de que el otro, el que viene de fuera, es un portador inherente de peligro, sin necesariamente importar si su llegada fue antes o después del brote del virus.

[…] a partir de la incertidumbre, crece la búsqueda de chivos expiatorios que permiten desviar la ansiedad y generar una sensación de seguridad, entre diferentes actores de la sociedad mundial. La incertidumbre permitió, asimismo, ampliar un campo discursivo heterofóbico tendiente a justificar y promover actitudes y comportamientos xenófobos o racistas. (Oehmichen-Bazán y Paris-Pombo, 2010)

El desobediente. Aquel que incumple con las medidas socializadas para limitar el riesgo, en alguna medida, es responsable del desastre por su falta cívica, por su necedad e ignorancia. Este perfil juega el papel del otro, del que me distingo cuando entiendo y cumplo las consignas de seguridad. Este señalamiento puede estar asociado a prejuicios clasistas, en el momento en que no reconoce las muy marcadas diferencias en el acceso a la salud y la educación.

El culpable sin rostro. Este tipo de culpable se descorporaliza para dar paso a una abstracción quizás demasiado diluida, como puede ser para algunos: el capitalismo, el sistema educativo, el sistema de salud, la industria farmacéutica, el gobierno, etc. En este sentido, Ulrick Beck, sociólogo alemán y teórico del riesgo, reconoce cómo los riesgos develan estructuras burocráticas de la sociedad global, que desagregan a tal grado la responsabilidad frente a éstos, que se pierde la posibilidad de señalar culpables y hacer justicia. Es característico, por ejemplo, en los desastres ambientales, generados por accidentes tan complejos técnicamente, que se hace difícil nombrar a responsable(s) con rostro.

La sociedad se vuelve un laboratorio, pero no hay nadie responsable de los resultados […] La política del riesgo se parece a la “ley de nadie”, que según Hannah Arendt es la más tiránica de todas las formas de poder, porque en tales circunstancias no se puede responsabilizar a nadie. En el caso de los conflictos de riesgo, de repente se desenmascara a las burocracias, y el público, alarmado, se da cuenta de lo que realmente son: formas de irresponsabilidad organizada. (Beck, 508:1998).


Reflexión final

Las ideas aquí compartidas son una provocación para reflexionar sobre a quiénes culpamos del origen y la propagación del riesgo de contagio por COVID-19. Esto importa porque deja al descubierto los prejuicios, los estereotipos y las representaciones culturales a partir de las que construimos nuestra reacción ante la pandemia, y nuestra postura frente a discursos civilizatorios, como el de derechos humanos. Dicho esto, es lamentable y nocivo todo criterio punitivo que restrinja el derecho a la salud desde un criterio universal.

Referencias

Beck, Ulrich (1998). La política de la sociedad de riesgo

Hernández, R. Aída. “El coronavirus y las mujeres en prisión”. La Jornada. 16 de abril de 2020

Oehmichen-Bazán, Cristina y María Dolores Paris-Pombo (2010). El rumor y el racismo sanitario durante la epidemia de influenza A/H1N1. Cultura representaciones soc vol.5 no.9 México.