lunes, 21 de diciembre de 2020

Cuando Seas Grande

Va otra versión comentada de “Rómpanlo todo” que parte de verlo como el documental que sí es y la experiencia histórica que propone. Esto ante la oleada de reproches a omisiones y preferencias, que pareciera promueven una versión oficial completa y unificadora del rock latinoamericano. Sorprende la poca conciencia de cómo se cuenta la Historia (con mayúscula). 

Cuando Bátiz dice que descubrió a Rockdrigo, que trajo el blues a México y que enseñó a tocar a Santana, cuando Santaolalla comparte su pasado hippie, y los Maldita Vecindad narran que lo pasearon por el DF para incursionarlo en la cultura popular mexicana, les creo con la sorna y reserva debida. Son sus testimonios sobre hechos históricos y deben procesarse como tales. 

Sobre el reproche a la sobreexposición de Bátiz o la inclusión de Fer de Maná, sólo puedo decir que me fue todavía menos legítima la presencia de un tal Camilo Lara del IMS; cada quien sus incomodidades frente a lo que le represente el personaje en pantalla. 

Quienes reprochan omisiones, pierden de vista que el coso en comento no es más que un producto de la visión sesgada de un productor que hizo Historia. Y qué es la Historia sino, mayormente, la visión de los vencedores; de quienes obtuvieron los medios y triunfaron. Reprochar a Santaolla-productor no hablar de tu banda-under favorita es tanto como no entender que la Historia es aquello que cuentan quienes estuvieron para “romperla”. La coincidencia ente hacer y narrar la Historia es por demás habitual. La Historia se cuenta a través de los medios de quien los tiene, con la curaduría de quien la edita según su visión y conveniencia porque puede. Y aquí los sesgos están sin timidez. A unas bandas se les pregunta por otras. Hay la incitación y la sobrevaloración, y se disfruta el reconocimiento de la “chispa y la mística musical” de unas hacia otras. “Rómpanlo todo” se trata de la industria del rock, narrada desde quienes triunfaron, lo que me parece tan legítimo como interesante.  

Cada quien puede disfrutar el documental desde donde juzgue, porque éste es un medio masivo para construir otra más de las tantas verdades históricas del rock. De lo exhibido, es valioso (no necesariamente original) el footage de los contextos político-sociales, las modas o bailes de cada vanguardia, y en particular, el fondo intimista de los entrevistados, sean sus estudios o viviendas, con Fenders alineadas, altares excéntricos o lámparas Bauhaus (por cierto que Santaolalla decidió un fondo vacío para su testimonio). 

Lo que verdaderamente me interpela del proyecto es pensar el rock como una alegoría desde la juventud, narrada precisamente por quienes no la performan más. Recordemos aquí que la juventud sólo existe desde el siglo XX y el rock es clave para definirla. Si por un lado, el documental narra cómo muchas de las glorias de algunos rockeros se alcanzaron a muy corta edad, por otro lado, evidencia su envejecimiento en la barba blanca de Flavio, el sobrepeso de Fer, la mellada salud de Calamaro, las arrugas de Andrea Echeverri y el abandono de extravagancias en el aspecto físico de la mayoría de los entrevistados. 

El ejercicio de responder “¿quiénes protagonizaron el rock lationamericano?” reconstruido ya tantas veces, esta vez importa, más allá del retumbo que Netflix genera, por el momento histórico en que una muestra de nuestros rockeros, mayormente hombres, siguen vivos y confluyendo, algunos con garbo rockero tras las características gafas de Álvaro Henríquez, de Fito Páez y de Tito de Molotov, otros no tanto. 

Si acaso mi disgusto fue no haber cerrado con la línea legendaria de “Que viva el rock & roll”, y preferir el “Say no more” (así, en inglés) de Charly García. 

viernes, 18 de diciembre de 2020

La sana distancia esta Navidad

Nunca pensamos que duraría hasta ahora. El 2020 nos ha confrontado sobre nuestras prioridades, que mucho tienen que ver con las maneras de acatar las medidas para evitar contagiarse de COVID. Si bien el dilema constante del año fue reunirse o no con la familia, las celebraciones navideñas invitan a enfocarse en las costumbres y prácticas culturales que han obstaculizado la sana distancia. Dos temas contrastantes se antojan para debate a partir de la estrategia. Por un lado, la dominante falta de conciencia de nuestra agencia política desde el cuerpo; y, por otro lado, la imposición de renegar las redes comunitarias para la supervivencia, en el sentido de individualizar nuestras necesidades (materiales y espirituales) y la forma de satisfacerlas. El adiestramiento de los cuerpos (la biopolítica) durante esta pandemia será ampliamente estudiado.  

 

En México (a diferencia de sociedades europeas), la “familia muégano” es prioridad; las comidas de domingo, la chorcha de la tardecita en casa de la suegra, las y los abuelos encargados de la crianza de los nietos, son rutinas tan arraigadas que siguen imponiéndose. Pretender borrar estas rutinas es evadir una tradición de economía solidaria, de compadrazgos y de cuidado mutuo, tan comunes entre las familias mexicanas. No es fácil (ni deseable) erradicar estas prácticas. ¿Cómo ajustarlas entonces a la gran estrategia mundial de distanciamiento social? Ni de cerca tengo la respuesta, si acaso algunas observaciones en primera persona con las que otros puedan identificarse o compararse.


Quienes comulgamos con el “Quédate en casa”, nos pensamos muchas veces cualquier visita, abrazo, plan vacacional, reunión presencial o consulta médica no relacionada con COVID. Cada “no” tiene grandes consecuencias emocionales, y a cada “sí” sigue gestionar la culpa de exponer nuestros cuerpos y los ajenos. La responsabilidad individual nunca había sido tan trascendente, incluso más que en los temas ambientales (en que los impactos de las industrias son infinitamente mayores que las decisiones individuales de consumo). 


Preguntarle a quienes se han contagiado ¿dónde fue? es casi tan absurdo como preguntarle a quien algo ha perdido ¿dónde lo perdiste? Si bien es difícil rastrear nuestra propia movilidad, hay modelos matemáticos que precisamente siguen las trayectorias de las poblaciones, y tienen algo que decir sobre los principales espacios de contagio. Pero dejando de lado estas elaboradas conclusiones, la respuesta de quien se contagia suele ser: “fue en el trabajo y contagié a mi familia”. La legitimidad de la causa del contagio importa al procesar los relatos de los otros. No es igual contagiarse en una fiesta que en tu actividad de sustento. Y entonces lo comúnmente irremediable es ir a trabajar, y la diferencia frente al riesgo es el privilegio de no hacerlo, o hacerlo desde casa, como ya tanto se ha discutido. La contradicción económica que llama la atención es que ni todas las industrias que han seguido operando son esenciales, ni todos los establecimientos mercantiles que son obligados a cerrar son prescindibles. Si usamos este mismo lenguaje regulacionista, siempre cabe evaluar si una visita es realmente “una actividad esencial”. Si la respuesta a conciencia es afirmativa, sigue pensar en el ritual de visita a una casa que “cree en el COVID”. Personalmente, voy preparada con chamarra para estar en exteriores, y con pantuflas si hay que quitarse los zapatos una vez dentro, según las indicaciones del anfitrión; entro a lavarme las manos, luego de pisar enfáticamente el tapete o jerga con cloro dispuestos, no tengo contacto físico y procuro sentarme alejada de otros. Sigue siendo incierto cuál es el momento adecuado para quitarse el cubrebocas, pero la bienvenida / llegada suele ser con uno puesto, aunque creo es más una cortesía simbólica para expresar que “yo también creo”, porque la reunión implica ingesta de alimentos y bebidas... 


Mucho que decir sobre el hábito del cubrebocas. No se equivocaba López Gatell cuando decía que no sabríamos usarlo adecuadamente. Hay quienes insisten en capturar fotografías en grupo con cubrebocas, ¡y sin cubrebocas! También están quienes no saben qué hacer con éste, lo ponen encima de la mesa, lo meten al pantalón, lo sostienen y sobetean durante todo el encuentro. Ni qué decir sobre las misteriosas rutinas de lavado y reuso de éstos. Igual cabe advertir el uso del cubrebocas como pañoleta o porta papadas, que creo, además, tiene mucho que ver con nuestros malos hábitos alimenticios. Los mexicanos comemos durante traslados o entre comidas; somos gusgos y asiduos a la comida callejera, que a la menor invocación se nos presenta en forma del esquite que nos hará remover el cubrebocas… mientras caminamos y conversamos en los espacios públicos.


Por su parte, las noticias están llenas de historias de familias arrepentidas de “juntarse y contraer el virus”. La moraleja es reproducida una y otra vez, desde una lógica tan religiosa como científica, según el público que mire; “no creía hasta que lo vi con mis ojos” funciona lo mismo para el método científico que para el reconocimiento de un milagro divino. A nuestro alrededor, hay desde quienes “no creen en el COVID” hasta quienes ven con cara de virus a cada humano con quien se ven obligados a relacionarse. Quizás los negacionistas sean menos que en un principio (es altamente improbable que hoy no conozcamos contagiados), pero lo cierto es que domina la peligrosa convicción de inmunidad ontológica (vulgo: “a mí el virus me la pela”), o bien, el fatalismo de quien pronuncia: “de algo me he de morir” o "si me va a dar, me va a dar" (como si estuviera escrito en piedra). 


En estos tiempos de potenciales reuniones navideñas, hagamos un recuento de lo que no sabíamos en marzo del 2020. Las caretas y cubrebocas hacen la diferencia. La situación va a durar muchos meses más y la vida ha de seguir, en efecto, dentro de una nueva normalidad. Quienes se enfermaron pueden volver a contagiarse. Aquel mito de la inmunidad a posteriori del contagio ha de desestimarse (para el recuerdo aquel pronunciamiento de López Gatell: “casi sería deseable que el presidente se contagiara para que genere inmunidad”). Es innegable que, para estas alturas, todos hemos juzgado a alguien por su manera de gestionar la pandemia, y hemos sido juzgados. Hemos malmirado a quien se fue a la playa, a quien salió a un restaurante, a quien voló a su ciudad natal para visitar a la familia, incluso a quien se embaraza. De igual forma, hemos juzgado a quienes no salen, a quienes lavan billetes con gel antibacterial, a quienes rocían de Lysol a repartidores y empleados, a quienes no permiten que sus niños jueguen con otros o vayan al parque; todo esto desde el contraargumento de la falta de empatía con otros y la preservación de la salud mental. Ya hoy, todos hemos actuado de alguna manera condenable y hemos condenado. Hemos visto al Dr. Gatell reunirse afuera de Palacio Nacional a comer tacos de canasta, hemos visto a personal de salud vacacionando con su familia, y seguro que hemos sucumbido a alguna reunión petit comité “con todas las medidas”, excepto la de no reunirse. 


Ya cada uno tenemos clara nuestra forma de reacción y nuestros límites, según nuestras creencias, necesidades y prioridades. No sé si las tendencias son tan firmes o pueda revertirse la actitud de quienes reniegan, y, lo más importante, si la convicción logre mantenerse entre quienes hemos hecho tantos esfuerzos, tantas reuniones virtuales que hoy parecen desgastadas e insuficientes. La apuesta sigue estando entre quienes tenemos las condiciones estructurales para no salir de casa (a costa de los que deben hacerlo para proveer a sus familias y a las nuestras). Cada uno habremos de seguir comprometidos, con nuestros rituales de visita, nuestros cubrebocas y demás artilugios y “detentes” que nos reconfortan con la sensación de protección. Nuestra reacción a la pandemia es hoy tanto una rutina como un ejercicio filosófico, cargado de moral (cuando me cuido por los otros) y de sentido (cuando decido prioridades momentáneas: comer fuera, visitar a mis padres, salir a correr, apoyar a esa compañía de teatro o a ese bar que por fin reabrieron … a costa de lo que ya sabemos). Así la nueva normalidad.     

 

A manera de cierre, queda decir que quien esto escribe acostumbra a usar cubrebocas; sale a comer ocasionalmente sólo con su pareja, siempre en terrazas; y pasará las fiestas en casa con él y su gatita. No se ha contagiado, y pertenece a un grupo minoritario que en ningún momento ha tenido síntomas, ni ha pensado en que tuvo COVID, pero sabe que no está exenta, y que los hábitos importan. Cuidémonos todos, y, en particular, incitemos a los nuestros a conservar el ánimo y la paciencia para hacerlo.