jueves, 6 de agosto de 2020

Generación de cristal vs La otra generación de cristal

De manera polarizada, se reaccionaba hace unos días a la provocación: “Molotov es cancelado por la generación de cristal”, entendiéndose “la cancelación” como un fenómeno de presión incentivada en redes sociales para evidenciar un comportamiento considerado como homo/transfóbico, racista o machista. Acá una invitación a sentirse incómodo con cualquiera de las reacciones que vinieron. Adelanto que revolveré contextos por el gusto de sacudir a puristas del rock, lo mismo que a feministas canceladoras.

 

Sí era penal

 

Desde una esquina están quienes comparten el meme aquel que llama “Generación de pendejos” a quienes se ofenden con la así enaltecida “Joya del rock mexicano” (en referencia al disco, objeto de la polémica, “Dónde jugarán las niñas” de Molotov) pero que corean a Bad Bunny cuando canta “Si tu novio no te mama el culo”. Me llaman la atención que se identifique a quienes “cancelan” a Molotov como fans del reggaetón; no me checa que sean las mismas personas, sobre todo, por el sesgo generacional de quienes conocemos a Molotov, pero no a Bad Bunny, y viceversa; dejo abierta la sospecha. Ahora bien, la semántica les parece denostable, aún cuando la letra de “Perra arrabalera” va como sigue:

 

“Por eso te dejo mojada
Un poco vestida y muy alborotada
Contigo yo no siento nada
Perra hija de la chingada!
Porque antes estabas delgada
Con los pechos firmes y las nalgas bien paradas
Pero ahora ya estas muy aguada
No hay quien te pele y estás amargada
Contigo ya no siento nada
Golfa, golfa interesada”

 

Pudiera decirse que la canción es catártica, que su ritmo es el que importa, que es para echar desmadre, que la letra no debe tomarse personal, ni literal. Sólo no me queda claro si lo anterior sería argumento de un defensor de Molotov o uno de Bad Bunny, en cualquiera de los casos, leo la reivindicación generacional de irrumpir, de trascender los valores de la generación anterior, y de reaccionar, paradójicamente, a partir de las formas que ésta le heredó (los seguidores del reggaetón heredan un mundo hipersexualizado, por ejemplo). Y así cada generación promueve un género musical que le parece contestatario (y no, no siempre es el rock), con sus propios códigos y criterios de apreciación estética (sí, el reggaetón ofrece una experiencia estética).

 

Ahora bien, varios esfuerzos ha habido por demostrarnos cómo debe interpretarse la palabra “Puto” en la canción homónima. Se nos reitera que está lejos de cualquier carga homofóbica, y que refiere, más bien, a una persona cobarde. Esta fue la misma estrategia de la Federación Mexicana de Fútbol, que intentó primero convencer a la FIFA de que gritar “Eh…puto” al portero rival era una cosa de pasión, de tradición, de picardía… antes de que los directivos asumieran su responsabilidad para frenar lo que se hizo hábito en cualquier estadio dentro y fuera de nuestras fronteras. Ni decir cuántas multas pagó la Femexfut antes de que se propusiera “sensibilizar a la población”, aliarse con las televisoras y promover campañas para erradicar el grito. Pasaron al menos 5 años para tomar acciones.

 

Y, como en aquella regla del fútbol -recientemente ajustada por la FIFA- en que si la mano va al balón dentro del área se considera penal, sin importar la intención del jugador, en el mundo de las canciones, ya no importa la intención de quienes idearon corear “Puto”, sin intención de ofender, igual es penal. La regla ya no es como antes, hoy ya es penal porque no sabemos si la mano quería ir al balón, tanto como no sabemos si Micky o Iñaki querían, o no, darle “matarile al maricón”. Lo que sí sabemos es que algunos bullys la usaron para amedrentar a algún compañero amanerado, que algunas barras de fútbol la usaron para agredir al rival, que inequívocamente, no quiere ser llamado “puto”, entre otras varias historias de apropiación social de la canción.

 

“Ingrata” o el camino incierto a la redención

 

Desde la otra esquina están quienes consideran que ciertas canciones de Molotov reproducen una cultura machista; lo que no acabo de resolver es qué hacer con ese señalamiento: ¿hay que quitarlas del repertorio?, ¿hay que cambiarles la letra como Café Tacvba hizo con “Ingrata”?, ¿hay que exigir una disculpa pública?, ¿hay que boicotear a la banda?

 

Ya con el tiempo y entre todes resolveremos lo anterior. Por ahora, dos temas me preocupan en este hilo de reacciones. Uno es la inflada correlación entre canciones y comportamientos, y otro, la insensibilidad frente a la carga nociva de las metáforas (y su poética violenta) en las letras de canciones.

 

Cuando grupos conservadores acusaron, casi que como autor intelectual, a Marilyn Manson por la trágica masacre en Columbine, ocurrida en 1999, luego de que se advirtiera que los estudiantes responsables escuchaban su música, la reacción parecía un clamor prohibicionista descabellado. Como si un asesino se convirtiera en uno, sólo por influencia de ciertas canciones. Las acusaciones iban en contra de un artista que, se presentaba desafiante frente al stablishment y aprovechaba el misticismo de lo satánico, como ya varias bandas de metal lo habían hecho antes, sin necesariamente creer en el satanismo; era más una tomada de pelo performática y juvenil, inherentemente rebelde, para escandalizar a “las buenas conciencias”. Pues bien, si descalificar a bandas que invocaban al satanismo por ser una mala influencia para los jóvenes nos es ridículo hoy, ¿por qué no habría de serlo el descalificar al reggaetón por sobrealudir al hedonismo y a la satisfacción sexual? A menos que sea por la imagen cosificada y sumisa que de la mujer promueve, pero ¿es esta tendencia machista intrínseca al género musical?

 

Sobre cualquier género musical, sería equívoco afirmar una correlación unicausal entre éste y el comportamiento machista de sus escuchas, toda vez que invisibiliza la estructura multifactorial que sostiene tal machismo (sí, el patriarcado). En el señalamiento de un solo disco, una canción o un género musical puede que se pierda el objetivo de señalar las grandes causas estructurales. No por esto, se puede negar la influencia de la industria cultural y del espectáculo en nuestro pensamiento y acciones. Claro que los intérpretes tienen un nivel de responsabilidad en lo que transmiten a los públicos. Sin embargo, saber cuánto influencia cada expresión artística nuestras prácticas no me parece la pregunta adecuada, sino el cómo lo hace.  

 

La legitimidad de las metáforas violentas 

 

El tema que inspira este texto es la denuncia a letras que reproducen una imagen cosificada y sumisa de la mujer, a las que podríamos sumar las letras que expresan agresiones hacia ésta. Por ejemplo, las polémicas canciones, interpretadas ambas por Alejandro Fernández, con metáforas tipo:

 

“Mátalas

Con una sobredosis de ternura

Asfíxialas con besos y dulzuras

Contágialas de todas tus locuras”

 

O aquella otra (ya sin el eufemismo de la metáfora):

 

“Unas nalgadas con pencas de nopal
Es lo que ocupas por falsa y traicionera”

 

Si bien para algunos, denunciar estos mensajes es una reacción exagerada, de lo que debiera hacer consenso es que está justificada. El supuesto ingenio pícaro que las solapa está fuera de lugar en una sociedad en que asesinan a 10 mujeres todos los días. No cabe ni la picardía ni la insensibilidad de quienes no pueden relacionar que las mujeres intentemos por todos los medios, incluidas las palabras, borrar las formas violentas hacia nosotras.

 

Sin duda, hay algo sórdido en estas letras, que normalizan tanto un amor romántico a partir de metáforas violentas, como un castigo ejemplar a un supuesto mal comportamiento. La reacción de denuncia es difícil de comprender para aquellos grupos que arremeterán que siempre ha habido letras violentas, incluso por parte de mujeres. Podemos aludir al estilo de Paquita la del Barrio, o a la ola de reggaetón feminista, que en sus letras pueden contener una apología a la violencia, de corte vengativo contra los hombres, mayormente. Pero, y entonces, ¿cuándo se justifica usar un lenguaje violento en las canciones? No creo que corresponda a nadie dar el visto bueno de las canciones, ni aprobar la poética de sus letras, que, muchas de las veces, expresarán delirios bélicos, pulsiones y fantasías reprimidas (y sí, violentas), sin que sean recetarios literales para la realidad. El género del metal es paradigmático de lo anterior. 

 

No se trata pues, de montar ningún “Código Hays” para censurar lo que nos parece ilegítimo de reproducir. Tal pretensión coquetea con prácticas autoritarias en nombre de ideologías, y el feminismo no debiera seguir ese camino. Se trata más bien, de erradicar la normalización de expresiones musicales violentas hacia las mujeres, y evitar que se sigan creando nuevas. Igualmente, queda preguntarnos más seguido, si algo nos ofende o no, y por qué. No nos hace menos rockeros voltear la mirada 20 años atrás y reconocer que algo que ayer se escuchaba bien, hoy ya no. Se vale repensar lo que se cantaba, de lo que se reía, lo que nos entretenía. Se llama mirada histórica, y me sorprende la incapacidad para aplicarla en contextos contemporáneos. Lo que no se vale es hacer como si una canción o película no hubieran existido, y simplemente vetarlas. Mucho menos, hacer como que 20 años no han pasado, y nada ha cambiado. Si la generación de cristal es la que se asume vulnerable frente a un sistema que la ha victimizado en tantos sentidos, la otra generación de cristal es la que no acepta la (auto)confrontación a sus ídolos, a sus discos legendarios, a sus mitos generacionales, a otros géneros musicales, ni a sus propias conciencias.